Me sorprende enterarme de que, al final, el gusto de la felicidad se parece al de escuchar cuarenta y ocho mil quinientas sesenta y siete veces seguidas la misma canción. Hablo del gusto a nada.
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A la pertenencia (en efecto, suya) hay que ponerla a salvo del aire, en una cápsula sellada al vacío, en un vacío contenedor. Al vacío hay que pedirle que proteja a la pertenencia de la erosión del tiempo. Al tiempo hay que dejarlo a un costado, exactamente afuera. Al afuera hay que invitarlo a respetar las distancias que no son elegidas, sino más bien genéticas. A las imposiciones (en efecto, nuestras) hay que explicarles que no "hay que" nada. Insisto, nada.
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Hace exactamente veinticinco años que no me conozco. Tengo veintiuno. Así de extraña soy a mí.
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Killer taxist
Tengo una memoria excelente para las caras. Creo que es la única que tengo. De hecho, sí, es la única. Y me sirve para que se den situaciones como esta. Es decir, no me sirve.
Yo: Usted casi me atropella hoy. Taxista: (se ríe) Ah, ¿sí? Yo: Sí, en Cerviño y Godoy Cruz. Taxista: Ah, sí. Venía distraido. Yo: Venía distraido, dobló cerrado, con luz amarilla y me gritó boluda. Taxista: (se ríe) Uno anda nervioso por la calle. Yo: No me diga más boluda. Taxista: (se ríe) No, está bien. Yo: Porque no soy. Taxista: Bueno.
En fin. No importa cuán inestable sea el piso. Sobre algunas seguridades hay que afirmarse, ¿no?
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